San Francisco de Quito, fundada en Agosto de 1.534 sobre las ruinas de la antigua capital de los Shyris, se sitúa en la falda oriental del Volcán Pichincha, o del Monte que Hierve, como lo llamaban los indígenas. Dicho volcán posee dos grandes cráteres, que son resultado de sus erupciones y a su vez tres picachos o respiraderos conocidos con los nombres: Rucu-Pichincha o Pichincha Viejo, el Guagua-Pichincha o Pichincha Niño, y el Cundor-Guachana o Nido de Cóndores.
Después del volcán más activo del mundo, el Sangay, el Rucu-Pichincha es considerado el volcán más temible al menos en el territorio americano.
La historia hasta 1.663 guarda al menos seis erupciones del Volcán Pichincha que destrozaron el territorio de los Shyris, una en 1.534, otra cuatro años más tarde en 1.539, y otras en 1.577, 1.588, 1.660 y 1.662.
Para los hijos de la América republicana, el Pichincha simbolizaba entonces una de las más bellas páginas de la gran epopeya de la revolución. A las faldas del volcán tuvo lugar, el 24 de mayo de 1.822, la sangrienta batalla que afianzó para siempre la independencia del yugo español para las provincias que pertenecían a la Real Audiencia de Quito. Por ello varios retratistas de la época se inspiraban en la majestuosidad que denotaba el Pichincha para sus obras.
Casi dos siglos habían transcurrido sin que sus torrentes de lava y rudos estremecimientos esparciesen el luto y la desolación en Quito, se creía incluso que el volcán ya no tenía vida. Sin embargo, el 22 de marzo de 1.859 el volcán desmintió a los sacerdotes encargados de la ciencia y la geología y es en entre aquellos momentos que nace la historia del Cristo del Consuelo.
La pintoresca ciudad de Quito quedó entonces casi destruida. Pero debido a que el cráter principal del Pichincha se encuentra al Occidente de la ciudad, su lava fue lanzada en dirección a los desiertos de la costa de Esmeraldas, circunstancia salvadora para la ciudad que sólo había sido víctima de los sacudimientos y cenizas del gigante que la sirve de atalaya.
Entonces y tras dicho temblor aparece en la historia del Ecuador el pintor, Miguel de Santiago. Cuenta la historia que un oidor español le había encomendado le hiciera su retrato. Miguel de Santiago entonces, había trabajado algunas semanas resguardando detalles y colores buscando perfeccionarlo. Cuando había dado por terminada la obra, el pintor en busca de conservas para sobrevivir en casa los días de cuidado por la encenizada tras el estruendo del Pichincha, se había predispuesto a viajar hasta un pueblo llamado Guapulo a las afueras de la ciudad.
Sin imaginar que la ceniza podría manchar el cuadro, precavidamente lo había encomendado a su esposa, dejándolo bajo un pequeño techo de un cuarto que tenia gran entrada de sol en la parte alta de la casa para que se secara. La infeliz mujer no supo impedir que el retrato se ensuciase con el viento cargado de cenizas, así que presa de su remordimiento falto de cuidado llamó al pintor Gorívar, discípulo y sobrino de Miguel, para que reparase el daño y así ocultar los hechos a su marido.
De regreso Miguel de Santiago, descubrió el engaño al ver a Gorivar con pinturas y pinceles sobre su obra. Entonces el artista, malgenio y furico, como lo conocían. Se encolerizó con lo que creía una profanación de su trabajo, y dio de cinturonazos a Gorívar, rebanandole una oreja a su pobre esposa.
De pronto había acudido el oidor y al ver semejante acto de ira, lo habría reprendido.
Sin embargo, Miguel de Santiago, sin respeto a las campanillas del personaje, lo arremetió también a estocadas. El oidor huyó y entabló una acusación contra aquel furioso hombre. Entonces tras los hechos se vio obligado a tomar asilo en la celda de un fraile; y durante los catorce meses que duró su escondite, pintó los catorce cuadros que embellecen los claustros agustinos. Entre ellos el titulado "Milagro del peso de las ceras". Se afirma que una de las figuras que en él se hallan, es el retrato del mismo Miguel de Santiago.
Cuando el artista volvió a aspirar el aire libre de la ciudad, luego de vivir en completa comunión entre religiosos, su espíritu era ya presa del ascetismo de su siglo. Una idea abrasaba su cerebro. Quería trasladar al lienzo la suprema agonía de Cristo.
Muchas veces se puso a la obra; pero, descontento de la ejecución, preso por su carácter, arrojaba la paleta y rompía el lienzo. Pero aún así, no desmayaba en su idea.
La fiebre de la inspiración lo devoraba; sin embargo, su pincel era rebelde para obedecer a tan poderosa inteligencia y a tan decidida voluntad.
Hasta que luego de varios intentos el genio finalmente había encontrado el medio para salir triunfador.
Entre los discípulos que frecuentaban el taller se hallaba un joven de bellísima figura y Miguel creyó ver en él el modelo que necesitaba para cumplir su pensamiento.
En su intento lo hízo desnudar, y le colocó en una cruz de madera a sus espaldas. La actitud nada tenía de agradable ni de cómoda. Sin embargo, en el rostro del joven encontraba una ligera sonrisa que lo inspiraba, aunque el artista no buscaba la expresión de la complacencia o del indiferentismo, sino la de la angustia y el dolor que imaginaba Jesús había sentido.
-¿Sufres?-preguntaba con frecuencia a su discípulo.
-No, maestro -contestaba el joven, sonriendo tranquilamente.
De repente Miguel de Santiago, con los ojos fuera de sus órbitas, erizado el cabello y lanzando una horrible imprecación, atravesó con una lanza el costado del mancebo. Este arrojó un gemido y empezaron a reflejarse en su rostro las convulsiones de la agonía.
Miguel de Santiago, en el delirio de la inspiración, con la locura fanática del arte, copiaba la mortal congoja; y su pincel, rápido como el pensamiento, volaba por el terso lienzo.
El moribundo se agitaba, clamaba y retorcía en la cruz; y Santiago, al copiar cada una de sus convulsiones, exclamaba con creciente entusiasmo:
-¡Bien! ¡Bien, maestro Miguel! ¡Bien, muy bien, maestro Miguel!
Por fin, culminado el trabajo el gran artista desataba a la víctima; con la vela ensangrentada, pasó la mano por su frente como para evocar sus recuerdos, y como quien despierta de un sueño fatigoso, midió toda la enormidad de su crimen y, espantado de sí mismo, arrojó la paleta y los pinceles, y huyó precipitadamente del taller.
¡El arte lo había arrastrado al crimen! Pero su Cristo de la Agonía estaba terminado.
Éste fue el último cuadro de Miguel de Santiago. Su sobresaliente mérito sirvió de defensa al artista, quién después de un largo juicio obtuvo sentencia absolutoria, pues la grandeza de la obra era inedita.
El cuadro fue llevado a España. Miguel de Santiago, atacado desde el día de su crimen artístico de frecuentes alucinaciones cerebrales, falleció en noviembre de 1.673, y su sepulcro está al pie del altar de San Miguel en la capilla del Sagrario, lugar que también alberga alguna copia de sus obras.